Botes de triquinosis por la venta de chacinados caseros. Lotes de fórmula infantil con una bacteria temida en las unidades de neonatología. Carne picada con Escherichia coli en un supermercado. Levaduras y «puntos negros» en las leches en polvo para beneficiarios sociales. ¿Quién controla lo que comemos?
«Las enfermedades de transmisión alimentaria (ETA) están impactando mucho en la salud de nuestra población», reconoció Matías De Nicola, director interino del Instituto Nacional de Alimentos (INAL), durante la presentación de la Red de Seguridad Alimentaria del Conicet, en la que participó LA NACION. «Un 25% de las enfermedades son transmitidas por alimentos», dijo el ministro de Salud bonaerense, Alejandro Collia, al recorrer el Mercado Central el mes pasado.
El sistema de control de los alimentos que circulan en el país y la comunicación pública de sus riesgos tienen fallas. Así surge de las respuestas de funcionarios, empresas y especialistas contactados por LA NACION en los últimos meses.
Son inspectores, médicos, bacteriólogos, bromatólogos, veterinarios, epidemiólogos y consultores en manejo de crisis que señalan esas debilidades; hablan de un sistema fragmentado y que descansa más en la responsabilidad de las empresas de poner en el mercado interno productos seguros que en los monitoreos y controles que el Estado debe hacer sobre esos productos. Reclaman mejorar el contacto con los consumidores para investigar mejor las ETA.
Las diferencias en la formación del personal en todos los niveles del sistema son evidentes y los recursos disminuyen al alejarse de las grandes ciudades. El proceso es, también, más permeable a los intereses comerciales que lo que muchos de sus profesionales se animarían a reconocer sin el off the record. La estructura carece también de reacción rápida para alertar a la población ante una amenaza, sin importar las marcas, y qué hacer para no enfermar. Las respuestas de autoridades y empresas en problemas siempre recaen en el eslabón más débil: el consumidor.
«Cuando un producto tiene algún riesgo, un efecto adverso para la población, hay que comunicarlo lo antes posible», dice Fernando Sampedro, profesor del Centro de Salud Animal y Seguridad Alimentaria de la Universidad de Minnesota, EE.UU. «Un producto que huela mal o tenga un color distinto tiene un problema de calidad -explica-. Pero si el producto puede estar contaminado con un patógeno o una sustancia química dañina, la alerta sanitaria a la comunidad tiene que ser rápida.»
Un iceberg sanitario
Dicen que un caso de estas enfermedades es apenas la punta de un iceberg sanitario. Sampedro asegura que las ETA en América latina son «un problema que no está recibiendo la atención que debería». Enseguida, plantea: «Si no sabemos cuántas personas mueren o se enferman, estamos frente a un problema que no existe y al que no hay que aportarle más recursos».
En los Estados Unidos, los Centros de Prevención y Control de las Enfermedades (CDC) calcularon el subregistro de las ETA. Por ejemplo, por cada caso de diarrea por E. coli 0157 reportado hay 26 que pasan inadvertidos. Por cada caso de salmonelosis tratado hay 29 que no se detectan.
«En la Argentina tenemos una realidad bastante variada en términos de inocuidad alimentaria. Aun cuando se ha avanzado, es necesario seguir construyendo un sistema de vigilancia federal, articulado y eficaz para acceder a productos seguros», opina María Blasco, especialista en asuntos regulatorios y registro sanitario de la consultora Aliar Gestiona.
«Por un lado -describe-, están las grandes empresas, con sistemas de gestión de calidad y certificaciones internacionales para exportar o que venden a grandes cadenas de supermercados, y donde hoy descansa prácticamente todo el control. Por el otro, están las pymes, que están comenzado a trabajar con buenas prácticas de manufactura y análisis de peligros y puntos críticos de control. Pero también existen la producción artesanal, regional, los mercados, las ferias y la venta callejera, con menos acceso a todas estas herramientas.»
El Código Alimentario Argentino describe en qué condiciones deben llegar los alimentos al consumidor para que sean seguros. Su infracción prevé penas desde multas hasta clausuras. «Para que la legislación dé resultado y la inocuidad quede garantizada -insiste Blasco-, hay que generar información propia y comunicarla abiertamente.» Asegura que en las normas vigentes se necesitan «niveles de contaminación y umbrales con validación estadística y datos epidemiológicos actualizados para limitar las amenazas a la salud pública».
En cambio, para la Asociación Argentina de Tecnólogos de Alimentos, «si se autorizó [un alimento], podemos quedarnos tranquilos de que es seguro».
Los monitoreos de rutina y las inspecciones por denuncias las hacen el INAL, el Senasa y las oficinas de seguridad alimentaria de cada jurisdicción. Éstas deben informarle al INAL los resultados de los análisis microbiológicos dentro de las 48 horas para disponer el retiro preventivo de un producto del mercado y comunicarlo a la población. La Administración Nacional de Medicamentos, Alimentos y Tecnología Médica (Anmat), que depende del Ministerio de Salud de la Nación, debe difundir estas alertas. Al cierre de esta edición, la Anmat no había respondido a las consultas de LA NACION.
Pero, salvo excepciones, las autoridades aportan pocos detalles de sus investigaciones y recomiendan pedir más información a la empresa involucrada, que está más interesada en evitar el daño de su marca que en corregir errores. El Código Penal fija sanciones para quien adultere «de un modo peligroso para la salud» los alimentos o disimule que un producto es nocivo para los consumidores y propague una enfermedad.
«Hoy, la legislación alimentaria nacional es clara: prevé la evaluación del riesgo y su clasificación de acuerdo con la gravedad de las consecuencias para la salud de los consumidores, y define los pasos a seguir en la comunicación de los retiros de la venta», dice Mariana Arla, especialista en gestión de inocuidad de Aliar.
Pero un estudio publicado el año pasado en Journal of Food Protection advierte que en América latina falta capacitación para implementar el análisis de riesgo, una herramienta basada en la evidencia para cuidar la inocuidad alimentaria. De hecho, el titular del INAL dijo que hay que «empezar a trabajar con ese enfoque».
El 97% de los 279 representantes de las autoridades de control, la academia y el sector privado entrevistados para el estudio, incluidos de la Argentina, definió qué es un análisis de riesgo, pero sólo el 25% pudo describir, por ejemplo, qué exámenes microbiológicos recomiendan los organismos internacionales y cómo se utilizan. «Lo peor que le puede pasar a un inspector en una empresa es no saber cómo se produce un alimento o tener que inspeccionar sistemas de producción que ignora», explica Sampedro, que dirigió el estudio. Y recordó que «cuando los sistemas de control están debilitados, el producto que recibe el consumidor tiene más chances de no llegar en las mejores condiciones».
Brote por E. coli en Bariloche
El equipo del hospital zonal detectó el mes pasado un brote por E. coli O157: a partir de cinco chicos con diarrea sanguinolenta, confirmó la infección en siete menores de nueve años. En una beba, la condición avanzó a síndrome urémico hemolítico (SUH).
En 15 días, estudió a 40 personas, entre convivientes y compañeritos del jardín y la escuela; notificó a Bromatología municipal y la Unidad Regional de Salud Ambiental provincial e informó a la población.