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Elegir la vida de gimnasta: «El alto rendimiento no es un hobby»
Cuando Diana tenía 11 años deseaba ser gimnasta más que nada en el mundo. Quería entrenar sin descanso e irse a dormir repasando los saltos. Anhelaba competir, subir al podio y vivir de lo que amaba. No le importaban las lesiones ni las horas en el gimnasio cuando sus amigas salían. Ella sólo quería ser gimnasta. Un día, cansada de que sus padres no tomen su deseo en serio, tomó aire, respiró profundo y con una voz clara les dijo: «El alto rendimiento no es un hobby»
«Nací gimnasta»
Hay personas que encuentran su vocación al salir del secundario. Otras, en cambio, saben desde muy chicas que quieren dedicarse a lo mismo que sus papás o hacer precisamente lo contrario. Y están quienes cambian varias veces de rubro o nunca logran darse cuenta qué es lo que los apasiona.
Diana se acuerda el momento exacto en que supo que quería ser gimnasta. Tenía 4 años y en la televisión estaban transmitiendo los Juegos Olímpicos de Barcelona del ’92. Ella, pese a su corta edad, no lograba separase de la pantalla, hipnotizada por las rutinas de las gimnastas y esos saltos imposibles de reproducir.
A los 7 años, a pesar de que ella dijo muchas veces que quería ir a clases de gimnasia, su mamá la anotó en natación. Ella odiaba desde la revisación hasta salir del natatorio con el pelo mojado y los ojos irritados. Cuando nadaba solo pensaba en esas chicas que había visto en la tele, tan flexibles y ágiles que dominaban cualquier meta que se proponían. Sin embargo, ese año cuando empezó el colegio a varias de sus compañeras las anotaron en un taller de gimnasia deportiva y luego de insistir por horas su mamá accedió.
«Mientras nos enseñaban el conejito yo miraba a las de séptimo practicar sus primeros souplesse, al punto de que en una clase me animé a intentarlo sin permiso, separé las piernas, me tiré hacia atrás y me di la cabeza contra el piso. En ese momento, mientras mis amigas se reían, la llamé a la profesora desde mi posición de puente y ella me ayudó a finalizar el movimiento», recuerda Diana. Desde ese día comenzó a entrenar dos veces por semana y pasó a compartir el espacio con las chicas más grandes.
La satisfacción de levantar la copa
En los torneos la adelantaban un nivel y en las muestras de fin de año todos la aplaudían asombrados porque con su corta edad lograba hacer lo mismo que las alumnas de 12.
Tardó cuatro años hasta convencer a sus padres de que la dejaran ingresar al CENARD. Ellos pensaban que era una nena caprichosa que quería entrenar para no estudiar y se estaba desviando «de los verdaderos objetivos de la vida», pero en 2004 los convenció y su vida dio un salto.
La primera vez que entró al Centro Nacional de Alto Rendimiento Deportivo sintió que estaba jugando en primera y no paraba de gritar de entusiasmo porque justo estaba Eric Pedercini volando en la pedana. En ese momento, también advirtió que ahora no solo haría gimnasia en suelo, tendría salto, paralelas y viga. Tenía el mundo a sus pies.
A los 15 años empezó a competir en la Federación: «Era grande para empezar y no estaba en un nivel muy alto pero era feliz porque la gimnasia me había dado la posibilidad de ser la mejor para mí y todo el esfuerzo se reflejaba en resultados, algo que en la vida lamentablemente no siempre pasa».
Quería ser campeona nacional y aunque nunca había obtenido un título intermedio sentía que podía ser la mejor. Con mucho entrenamiento cumplió su objetivo y se propuso ir por más.
Limites propios y ajenos
Estaba en su mejor nivel pero al año siguiente apareció lo que Diana llama «el monstruo«, una lesión en el pie que le impidió seguir compitiendo. Hizo kinesiología y hasta se infiltró pero siempre volvía el dolor. Finalmente decidió operarse y parar por un tiempo.
Sus familiares aprovecharon el momento para repetirle que era tiempo de «elegir una profesión seria, universitaria» y dedicarse al estudio.
«Ellos no entendieron lo que es acompañar a un hijo en un deporte -reflexiona Diana:– No entendieron que lo que yo quería era entrenar y que el alto rendimiento no es un hobby. Hay que resignar muchas cosas, bancarse muchas lesiones y dolores. No podés parar, el compromiso es demasiado grande y cuando algo sale mal uno no puede simplemente dejar eso que ama y hacer otra cosa»
Silenciar la pasión para que después resurja con fuerza
En el 2006 Diana dejó la gimnasia y empezó Relaciones Internacionales. No quería defraudar a su familia, quería cumplir sus expectativas. Sin embargo, ya no era feliz. Dejar de entrenar le había sacado las ambiciones, no tenía los objetivos claros y sentía que había perdido su identidad.
«La vida es sabia», dice Diana, y cuenta que aunque se recibió y trabajó en una empresa siempre le fue mal ejerciendo su título. Odiaba a su jefe y la dinámica en la que el esfuerzo no valía nada. Se sentía un número fácilmente reemplazable.
En 2012 empezó a dar clases de acrobacia y en 2014 volvió al gimnasio. En ese momento también aceptó que no sería la empresaria de traje en una oficina que su papá anhelaba: «La figura paterna era muy fuerte para mi. Yo era la nena de papá, lo amaba profundamente y no quería decepcionarlo pero entendí que si no hacía lo que me gustaba me decepcionaba a mí misma».
Hace unos años a su papá lo asaltaron y dispararon en el pecho, a dos centímetros del corazón. Aunque sobrevivió y hoy lleva una vida sin secuelas el hecho fue un quiebre en la vida de Diana. Ella sintió que él, su mayor referente, podría haber muerto sin haber aprovechado su vida. Eso le hizo pensar en que si algo le pasaba sus años más felices habrían sido los de la infancia.
En ese momento decidió volver a entrenar y a ser gimnasta federada. Volvió a competir y su corazón volvió a agitarse de emoción. «Me di cuenta de que esa era yo. No era estudiante, empresaria, hija, docente, esposa ni madre. Era gimnasta y no quería dejar de serlo nunca más». NR
Fuente consultada: La Nación